El título no tiene que ver con el viento que llega a Ciudad Victoria del sureste, ni con algún compañero o amigo de la zona huasteca.
Se trata del adiós a una mascota, un perro chihuahueño blanco que llegó hace cinco años a mi casa, procedente de Monterrey.
Vino a integrarse al grupo de perros adoptados que habitan desde hace más de un lustros en el patio trasero.
Huasteco no era su nombre original, fue rebautizado así porque unas jóvenes universitarias lo encontraron atropellado en la zona denominada Huasteca en la Sultana del Norte.
Lo llevaron a una clínica veterinaria donde lo operaron de la cadera y estuvo casi un mes internado hasta su recuperación.
Por más de un mes se estuvo boletinando por si aparecía su dueño, sin obtener éxito.
Incluso su foto e historia salió publicada en una revista “Fifí” de Monterrey.
Cuando las universitarias no pudieron atenderlo, aterrizó en el patio de mi casa.
A pesar de que no quedó bien de la operación, pues tenía un andar pausado y tambaleante de tren posterior (piernas y patitas), era de buena estampa y galante.
Su anterior dueña, deduzco que era una mujer, pues prefería a ese segmento de los residentes de la casa y visitas, lo educó bien.
Debía estar dentro de casa, así es que renunció al patio.
Se dispuso de una esquina de la primera pieza de la casa cuya puerta da a un pasillo, para que Huasteco saliera a hacer sus necesidades fisiológicas.
El regreso era rápido, pues como perrito de compañía, no gustaba de la soledad.
Conocía muy bien el ruido del motor de la camioneta de mi esposa Maruca, de tal forma que a la hora de llegada, salía a recibirla con gran alegría.
Los apapachos y piropos lo hacían muy feliz.
Entre sus exigencias era que se le hiciera “piojito” en la cabeza.
Para sus alimentos, no era muy exigente, ya que sus mini-croquetas y agua fresca eran suficientes.
Los únicos alimentos diferentes que consumía la pechuga de pollo desmenuzada, siempre y cuando estuviese tibia. El otro, su predilecto, chicharrón de “Carnicerías Ramos” de su natal Monterrey.
Había que picarlo muy pequeño y colocarlo 15 segundos en el horno microondas. Desde ese momento seguía a quien le cumpliría su gusto.
Y desesperado ladraba al microondas, porque el olor al chicharrón, disparaba su ansiedad por degustarlo.
A los dos años de estancia en Victoria, tuvo que acostumbrarse a que ya no había mujeres en casa.
Su principal protectora fue llamada al cielo y su gestora de nueva residencia, habría regresado a Monterrey.
Nos hicimos grandes y buenos amigos. Aprendió a convivir con varones y en mi ausencia por asuntos laborales, también departía en el patio con seres de su especie, todas hembras, las chihuahueñas “Peque”, “Cuca” “Benita” y otra de mayor tamaño, raza indefinida “Galatea”.
Todas lo acosaban, pero no disponía del harem, porque su afectación en las patas traseras le impedían hacer travesuras. Fueron muy buenos amigos.
Por las noches regresaba a su camita dentro de casa y al día siguiente se repetía la historia.
Un año después, por sugerencia de su benefactora, cambió de domicilio en la misma ciudad. Era residente de la zona aledaña a la Plaza Hidalgo, en el corazón de la capital tamaulipeca.
Ahí, otros miembros de la familia podrían atenderlo mejor y estaría dentro de la casa. Como las moradoras son mujeres, se adaptó muy rápido.
Pero compartía las atenciones con otro perro de su misma raza más joven “El Tonky”.
En casa, además hay un cotorro en su jaula. “Roque”. Muy celoso de su espacio y alimentos.
Huasteco como es amigable, buscó una buena relación con “Roque”, pero una de las ocasiones que se acercó, resultó con tremendo picotazo debajo de un ojo.
Nadie se percató el incidente, hasta que una semana después, la herida resultó infectada y hubo que darle tratamiento.
Como buen guerrero de muchas batallas, había superado una atropellada con fractura, resistió la embestida de “Roque”. Al mes logró superar todo el problema.
Se acopló muy bien a su nueva casa, con buena alimentación, mimos, suéteres tejidos para el tiempo de frío y cama siempre limpia.
Sus nuevas protectoras Juanita y Lupita, lo atendía a cuerpo de rey.
Sin embargo, el tiempo no perdona. La vida de los perros es de 12 a los 15 años. Hay razas más longevas que otras.
En realidad no se sabía la edad exacta de Huasteco, cuando llegó se revisó la dentadura y tenía unos diez años.
La calidad de vida que recibió en las dos casas que habitó en Victoria, permitieron que rebasara la edad promedio.
Afortunadamente, partió sin dolores.
Simplemente dejó de comer y tomar agua.
En diez días, bajó el consumo de sus alimentos y líquidos.
los últimos tres días no aceptaba ya ni la pechuga de pollo o sus predilectos chicharrones.
El último día, se le calentó un chicharrón de “La Ramos”, para que lo oliera.
Ya no lo pudo disfrutar, pero movió sus ojitos y la cola por última vez, como agradeciendo el gesto.
Hay mascotas que por su lealtad y afecto que brindan al amo, se convierten en “perrijos”, es decir, perros-hijos.
Huasteco, a pesar de su pequeñez, y dos dueños anteriores, conmigo estuvo a la altura.
Juntos despedimos a seres muy importantes y valiosos en nuestras vidas.
Así que, como otros adioses.
Este, el adiós al Huasteco, fiel compañero, duele en el fondo del corazón.
Sus amigas “Peque”, “Cuca” “Benita”,”Galatea” y una nueva inquilina “Kora”, lo presintieron, esta noche ladraron y aullaron de manera intensa y diferente.
Descanse en paz, el fiel compañero y mejor amigo.
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